
Este artículo de la desobediencia primigenia, plantea que toda conducta antisocial tiene su raíz en una desobediencia inicial, no como acto de libertad, sino como ruptura de la Voluntas Tiesocialis —el vínculo ético-social que conecta al individuo con la norma natural, moral y jurídica.
A través del concepto de Crimia, se expone que dicha desobediencia no es emancipadora, sino el inicio de un proceso de desvinculación que desemboca en esclavitud ética y posible criminalidad. El artículo propone, además, un modelo de niveles de conciencia (inconsciente, subconsciente, conciencia y consciencia) desde el que entender cómo se forma la ruptura y cómo prevenirla desde una criminología anticipativa y estructural.
Contenidos
- 1 Transgresión y esclavitud ética
- 2 El origen arquetípico: muchas frutas… y una prohibida
- 3 Crimia: génesis de la ruptura
- 4 Modelo criminológico de niveles de conciencia
- 5 Relación con la Crimia, la ACrimia y el desequilibrio ético
- 6 La esclavitud de la transgresión
- 7 Implicaciones para la prevención criminológica
- 8 Conclusión
- 9 Bibliografía
Transgresión y esclavitud ética
Desobedecer no es liberar
Vivimos en una época en la que la desobediencia se ha revestido de un aura de autenticidad y poder. El acto de transgredir, romper normas o rechazar límites suele interpretarse como un gesto de afirmación personal, de ruptura con lo opresivo o de conquista de una supuesta autonomía. Esta lectura, sin embargo, ignora una distinción fundamental: la que existe entre la libertad auténtica y la falsa libertad.
La libertad auténtica es aquella que se ejerce en el marco del bien, la responsabilidad y el reconocimiento del otro. Es una facultad que se manifiesta no solo en la capacidad de elegir, sino en la capacidad de elegir lo correcto a pesar de lo fácil, de obedecer lo justo incluso cuando no hay vigilancia externa.
La falsa libertad, por el contrario, se enmascara como autodeterminación pero es, en esencia, una ruptura con el orden que hace posible la convivencia, el equilibrio interior y el crecimiento moral. Es una reacción que muchas veces nace del impulso, del orgullo, de la frustración o del deseo de dominio, y que conduce —en lugar de a la autonomía— a la esclavitud interior, a la desconexión progresiva con la conciencia y con el otro.
Esta es la tesis que aquí se plantea: que toda conducta antisocial comienza con una desobediencia que no libera, sino que esclaviza, porque rompe el lazo interno que une al individuo con la norma natural, moral o social. Ese lazo, que denominamos Voluntas Tiesocialis, no es una imposición externa, sino una forma de salud ética, un principio de integración consciente con el orden humano justo.
A través del concepto de Crimia, entendida como el primer estadio de la ruptura antisocial, este artículo propone repensar la desobediencia no como una forma de rebeldía liberadora, sino como el punto de partida de una degradación que puede derivar —aunque no siempre lo haga— en estructuras criminógenas complejas.
El objetivo es claro: comprender esta dinámica desde su origen más íntimo, no para juzgar al individuo desde fuera, sino para ofrecer herramientas preventivas desde dentro: desde la conciencia, la educación moral y la restauración del vínculo con el orden.
El paradigma actual que exalta la transgresión como empoderamiento
En la cultura contemporánea se ha instalado un paradigma que identifica la transgresión con el empoderamiento, especialmente en discursos que apelan a la autodeterminación absoluta del individuo. Romper normas, desafiar lo establecido, desobedecer la autoridad o incluso contradecir valores éticos universales es presentado muchas veces como un acto de madurez, liberación o rebeldía legítima frente a sistemas considerados opresivos.
Desde ciertos enfoques educativos, mediáticos y políticos, el acto de desobedecer ha dejado de ser un gesto éticamente problemático para convertirse en un símbolo de autonomía. Se difunde así la idea de que “obedecer es de débiles” y que el auténtico sujeto libre es aquel que rompe con toda limitación sin evaluar el sentido o la legitimidad de lo que transgrede. Esta perspectiva no distingue entre normas injustas, que merecen ser desobedecidas, y normas justas, que sostienen la convivencia y la dignidad personal.
Este paradigma de la transgresión empoderante invierte la carga moral: la obediencia es presentada como sumisión, y la desobediencia como emancipación. Sin embargo, cuando se pierde el criterio axiológico que permite discernir el valor de la norma, se abre un camino peligroso: la desobediencia deja de ser un acto de conciencia frente a lo injusto, y se convierte en un gesto impulsivo, narcisista o destructivo.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, esta exaltación cultural de la transgresión debe ser revisada. Porque no toda ruptura con la norma es liberadora, y no toda desobediencia es ética. En muchos casos, el inicio del proceso antisocial comienza precisamente con una ruptura promovida o justificada por entornos que glorifican la rebeldía sin causa.
Es en este contexto donde se hace urgente rescatar una visión integradora de la obediencia como expresión libre de la voluntad orientada al bien común, y denunciar las formas en que la transgresión, lejos de empoderar, desestructura al sujeto y a la sociedad.
Tesis Central: toda desobediencia es germen de esclavitud ética
La tesis que articula este trabajo es que toda desobediencia consciente, lejos de constituir un acto emancipador, marca el inicio de un proceso de deterioro ético que puede derivar en formas estructuradas de conducta antisocial. No se trata de negar que existan normas injustas que deban ser desafiadas; se trata de señalar que, cuando lo que se desobedece es una norma justa, interiorizada como válida por la conciencia, lo que se produce no es libertad, sino desvinculación moral progresiva.
Este proceso comienza en un plano íntimo: el sujeto reconoce el bien, pero lo rechaza voluntariamente. Rompe la norma no por ignorancia, sino por elección. Y esa elección inaugura una ruptura interior, una grieta entre lo que sabe que debe hacer y lo que finalmente decide hacer. Es esa grieta la que, si no es corregida, puede ensancharse hasta generar una estructura psicoética de desobediencia permanente.
Aquí es donde entra el concepto de Crimia, entendido como ese momento germinal en que el individuo rompe conscientemente con el orden ético, legal o natural al que pertenece. La Crimia no es aún delito, pero sí es la semilla del desorden, la negación voluntaria de la Voluntas Tiesocialis, es decir, de la voluntad de integrarse a una convivencia regulada por la justicia, la verdad y el respeto al otro.
Y como toda semilla, la Crimia tiende a crecer. Si no se corrige, si no hay intervención en ese primer gesto de desobediencia, el sujeto se habitúa a justificar su ruptura, se endurece interiormente, y acaba atrapado en una lógica de autocomplacencia que lo aleja del bien común y del propio equilibrio interior.
Por eso, la desobediencia no es neutral: es un punto de inflexión. Puede ser redimida, pero si se sostiene, se transforma en esclavitud moral, en la pérdida de la libertad de obedecer el bien. Comprender este proceso en su fase inicial es esencial para toda estrategia de prevención criminológica.
El origen arquetípico: muchas frutas… y una prohibida
Analogía simbólica con el edén (no religiosa)
El relato del Edén, entendido como símbolo cultural y no como doctrina religiosa, encierra una verdad antropológica profunda: el ser humano, aun teniendo acceso a múltiples bienes lícitos, tiende a fijar su deseo precisamente en aquello que le ha sido prohibido. Esta elección no responde a la necesidad, sino a un movimiento interior que busca, muchas veces, afirmarse a través de la transgresión.
En el jardín, todas las frutas estaban a disposición. La abundancia era total, la necesidad inexistente. Y, sin embargo, la atención y el deseo se concentran en el único árbol vetado. La escena pone de manifiesto algo más que una decisión alimentaria: revela el impulso de desobedecer no por hambre, sino por desafío, por curiosidad no regulada, por deseo de dominio sobre uno mismo, sobre el otro o incluso sobre la norma.
Este gesto no nace de la carencia, sino de una inclinación más compleja: la fascinación por lo prohibido. La desobediencia primigenia que se representa en esa escena no es accidental ni fruto de la ignorancia. Es un acto deliberado, cargado de intención, en el que el sujeto no solo infringe la norma, sino que establece un nuevo criterio de juicio, fundado en su voluntad individual, desplazando el valor del bien hacia el centro de su propio deseo.
La analogía con la conducta antisocial es directa. En muchos casos, el acto antisocial no responde a una necesidad vital, sino a una voluntad de autoafirmación contra el orden, como si el hecho de transgredir constituyera una prueba de fuerza, independencia o superioridad. Esa ruptura, que puede parecer insignificante o simbólica en su origen, es en realidad el germen de una fractura ética que, si se repite, configura patrones estables de disociación con la norma.
El Edén, así leído, no es un mito teológico, sino una escena universal de la condición humana: nos recuerda que la elección de lo prohibido, cuando es consciente, es siempre un punto de partida hacia la ruptura interior. Y que en esa ruptura está el inicio de toda Crimia.
Orgullo, deseo y voluntad de dominio: tres motores de la desobediencia inicial
Más allá del símbolo, la elección de lo prohibido revela una interacción compleja de fuerzas internas que empujan al sujeto a romper con la norma. El orgullo aparece como la negación del límite: no quiero obedecer, no quiero que me digan lo que debo hacer. El deseo opera como la fascinación por lo inaccesible: si no me está permitido, entonces lo quiero más. Y la voluntad de dominio se manifiesta como la intención de establecer un criterio propio por encima de cualquier orden externo.
Estos tres motores no siempre actúan con igual intensidad, pero se combinan de manera poderosa en muchas conductas antisociales. No se trata de una maldad esencial, sino de una orientación del yo hacia la autoafirmación a cualquier precio. Cuando esta orientación no se corrige, se convierte en hábito, y el hábito en estructura.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, entender estos impulsos no es justificar la desobediencia, sino analizarla en su raíz más íntima. Solo desde ahí se puede intervenir antes de que se convierta en crimen.
Naturaleza destructiva de la transgresión consciente
Cuando el ser humano desobedece de forma consciente una norma que reconoce como justa, no solo rompe con esa norma: también se rompe a sí mismo. La transgresión voluntaria deja una huella interior que va más allá del acto. Es un movimiento que fragmenta la unidad entre el conocimiento del bien y la acción que debería seguirlo, creando una disonancia entre lo que se sabe y lo que se hace.
A diferencia de los errores involuntarios, la transgresión deliberada actúa como una fisura en la arquitectura moral de la persona. Es un quiebre que, si no se repara mediante el reconocimiento, la culpa y la corrección, tiende a repetirse. Y con cada repetición, se debilita la sensibilidad ética, se amortigua la voz de la conciencia y se normaliza la desviación.
El daño no es únicamente individual. La desobediencia consciente también erosiona el vínculo social. Cuando se desafía voluntariamente una norma compartida, se transmite el mensaje de que el orden puede ser manipulado a conveniencia, que el límite no es real, y que la voluntad individual es suficiente para invalidar lo colectivo. De esta forma, lo que comenzó como una elección personal se convierte en un factor de descomposición comunitaria.
La naturaleza destructiva de esta transgresión no reside en su espectacularidad, sino en su carácter estructural. Es una ruptura silenciosa, progresiva, muchas veces justificada desde dentro, pero que debilita la Voluntas Tiesocialis y prepara el terreno para formas más complejas de conducta antisocial. Allí es donde se inicia el camino hacia la Crimia.
Comprender esta dinámica no implica negar la posibilidad de redención o de cambio, sino advertir que toda elección contraria al bien, cuando se sostiene conscientemente, abre un proceso de deterioro ético que puede ser lento, pero profundo. Y ese proceso, si no se detecta a tiempo, puede cristalizar en formas persistentes de desvinculación moral.
Crimia: génesis de la ruptura
Definición de Crimia
La Crimia es el concepto central de la Criminología de la Conducta Antisocial. Se define como el momento inicial en que el individuo rompe voluntariamente con una norma que reconoce como válida, ya sea de carácter natural, moral, social o jurídico. No implica necesariamente la comisión de un delito, pero sí representa una transgresión ética consciente que da origen a un proceso de desvinculación progresiva con el orden establecido.
En términos estructurales, la Crimia no es aún criminalidad, pero ya no es neutralidad ética. Es el primer peldaño de la conducta antisocial, el punto en el que la voluntad rechaza el bien conocido, debilitando así la Voluntas Tiesocialis, que es el principio de integración del sujeto al orden normativo justo.
A diferencia de la simple desviación impulsiva o del error involuntario, la Crimia requiere intencionalidad, es decir, conciencia de lo que se está haciendo y voluntad de hacerlo. Esa conciencia puede estar influida por múltiples factores —psicológicos, sociales, axiológicos—, pero en todo caso presupone una decisión personal que inaugura un proceso interior de ruptura.
Desde esta perspectiva, la Criminología no se limita al análisis del delito consumado, sino que estudia este fenómeno en su fase más temprana: antes del hecho tipificado, antes del daño visible, cuando aún es posible la prevención, la corrección y el restablecimiento del vínculo.
La Crimia es, por tanto, el objeto exclusivo de la criminología tal como aquí se propone: una ciencia no reactiva, sino anticipativa, que se interesa por la raíz del problema, no solo por sus consecuencias.
La desobediencia como acto voluntario contra la ley natural o moral
Toda Crimia parte de una decisión: el sujeto sabe lo que debe hacer, pero elige no hacerlo. Esta elección no siempre es ruidosa ni visible; puede expresarse en un acto silencioso, en una omisión, en una justificación interior. Pero lo que define su gravedad no es la forma que adopta, sino su fondo: es una negación consciente del bien que el individuo reconoce como tal.
La desobediencia crimiática no se refiere a cualquier transgresión, sino a aquella que atenta directamente contra principios que el propio sujeto ha interiorizado. No se trata simplemente de quebrantar una norma externa, sino de romper con una ley que ha sido asumida internamente como válida: ya sea la ley natural inscrita en la conciencia, la ley moral estructurada en valores universales, o la ley social que regula la convivencia justa.
Este tipo de desobediencia no puede explicarse solo como reacción a un entorno, una presión o una carencia. Es, ante todo, un acto voluntario en el que la voluntad se coloca por encima del orden, negando su legitimidad o restándole importancia. Es en ese momento cuando el sujeto traza una frontera ética: elige su deseo por encima de su conciencia, su interés por encima del bien común, su impulso por encima del equilibrio.
El valor criminológico de este gesto es enorme, porque marca el umbral entre la ACrimia y la Crimia, entre la obediencia estructurada y la ruptura que puede desencadenar un proceso criminógeno. No todos los que desobedecen llegarán a delinquir, pero todo crimen ético comienza con una desobediencia deliberada, con una negación de la ley interior que da sentido a la conducta justa.
Comprender esta dimensión voluntaria de la desobediencia permite intervenir no desde la sanción, sino desde la raíz: fortalecer la conciencia, reeducar la voluntad, restaurar el vínculo con el orden ético, todo ello antes de que la transgresión se convierta en hábito o en delito.
Debilitamiento progresivo de la Voluntas Tiesocialis
Uno de los efectos más relevantes de la Crimia es el debilitamiento progresivo de la Voluntas Tiesocialis, entendida como la fuerza interna que vincula al sujeto con el orden normativo justo, ya sea natural, moral, social o jurídico. Esta voluntad de vinculación no es una imposición externa ni una convención cultural pasajera, sino un principio estructural de integración ética y social.
Dentro del paradigma de la Crimebiosis, la Voluntas Tiesocialis actúa como principio regulador del equilibrio criminógeno, en la medida en que analiza, interviene y modula la interacción entre tres factores fundamentales: el psicobiológico, el socioeconómico y el ético-jurídico. Es decir, opera en el corazón del sujeto, donde estos tres planos de la realidad personal y social se cruzan y se manifiestan.
La estabilidad de esta voluntad de vínculo no es automática: depende de cómo se integran esos tres factores con los vectores internos de la Voluntas Delinquentiae, que son la intencionalidad (I) y la evaluación (E) del acto. Cuando el sujeto experimenta una elevada predisposición a transgredir (alto I), y justifica ética o emocionalmente esa transgresión (alto E), la Voluntas Tiesocialis entra en un proceso de debilitamiento.
Este debilitamiento no ocurre de forma súbita. Es un proceso paulatino, en el que el sujeto va desconectándose de su conciencia moral, relativizando la norma, justificando sus decisiones y normalizando el acto de desobedecer. La ruptura no siempre se percibe desde fuera, pero internamente ya ha comenzado: se pierde sensibilidad al bien, se diluye el compromiso con el otro, se deteriora la percepción de los límites.
Cuanto más se sostiene esta ruptura, más difícil resulta restablecer el equilibrio crimebiótico. Es aquí donde se activa la progresión crimiática: lo que empezó como una elección aislada puede convertirse en un patrón, y ese patrón puede derivar en formas estructuradas de conducta antisocial.
Este debilitamiento de la Voluntas Tiesocialis no es solo un fenómeno observable desde lo ético o lo simbólico, sino que puede ser evaluado mediante herramientas criminológicas específicas. Entre ellas destacan el Índice de Predisposición Crimiática (IPC), que permite valorar el grado de intencionalidad (I) y evaluación (E) que manifiesta el sujeto ante la transgresión, y su versión adaptada a contextos post-sanción, el IPC-R, orientado a medir la persistencia de la disposición crimiática tras una intervención reactiva.
Asimismo, el Índice VTS (Voluntas Tiesocialis) mide el equilibrio dinámico entre los tres factores estructurales (psicobiológico, socioeconómico y ético-jurídico) en su interacción con esos dos vectores volitivos (I y E), permitiendo así detectar con mayor precisión los estados de riesgo criminógeno antes de que se manifiesten en forma delictiva.
Estas herramientas operativas serán desarrolladas con detalle en trabajos posteriores centrados en la medición axiológica y biosocial de la Crimia dentro del paradigma de la Crimebiosis.
Por ello, la Criminología de la Conducta Antisocial propone reforzar la Voluntas Tiesocialis como medida preventiva, no solo educando normas, sino fortaleciendo el vínculo interior con ellas. Solo así se puede contener el avance de la Crimia y evitar que desemboque en criminalidad.
Modelo criminológico de niveles de conciencia
Inconsciente: automatismos no éticos
El inconsciente representa el nivel más profundo de la vida psíquica. Es el espacio en el que operan mecanismos automáticos, reflejos, pulsiones reprimidas y contenidos no accesibles directamente a la conciencia. En este nivel no existe deliberación ni juicio: el sujeto actúa o reacciona sin percibir claramente el origen ni el sentido de lo que hace.
Desde la perspectiva de la Criminología de la Conducta Antisocial, el inconsciente no es un campo propiamente criminológico, porque no hay en él voluntad, ni intencionalidad, ni evaluación. Sus contenidos pueden influir en la conducta, pero no son objeto de análisis ético ni jurídico directo, porque carecen de valor moral atribuible.
Esto no significa que sea irrelevante. Lo inconsciente puede estar en la raíz de impulsos, patrones o reacciones que, una vez pasan al plano del subconsciente o de la conciencia, pueden alimentar una conducta antisocial. Pero en sí mismo, el acto puramente inconsciente no es crimiático: no puede considerarse desobediencia porque no hay sujeto deliberante.
Por tanto, en este modelo, el inconsciente se sitúa fuera del campo de la Crimia, aunque puede servir como base remota de vulnerabilidad. Su importancia radica en su capacidad de influir, condicionar o sesgar la percepción del bien, pero nunca en constituir por sí mismo un acto transgresor.
Subconsciente: impulso y deseo (zona de riesgo)
El subconsciente ocupa un nivel intermedio entre el inconsciente profundo y la conciencia reflexiva. Es el espacio donde se acumulan impulsos, deseos, tendencias, memorias emocionales y experiencias no racionalizadas, que si bien no están plenamente conscientes, influyen directamente en la conducta del sujeto.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, el subconsciente representa una zona de riesgo crimiático. En él no hay todavía juicio ético ni intención plenamente formada, pero sí existen fuerzas motivacionales que pueden orientar al individuo hacia la transgresión si no son adecuadamente filtradas o moderadas por la conciencia.
La Crimia, en su fase más temprana, muchas veces germina aquí, en forma de deseos insatisfechos, resentimientos, frustraciones o atracciones hacia lo prohibido. Aunque en este nivel aún no se ha producido una elección deliberada, sí hay movimientos internos que predisponen a la ruptura, especialmente si el entorno ético y afectivo no contiene o canaliza adecuadamente estas pulsiones.
El subconsciente no es antisocial en sí mismo. Pero puede ser el terreno fértil donde se incuban predisposiciones, especialmente cuando el sujeto ha interiorizado modelos disfuncionales, ha sufrido experiencias traumáticas o ha carecido de una educación emocional y ética sólida.
Por eso, este nivel merece especial atención en la prevención: es aquí donde pueden detectarse y reconducirse las primeras señales que, de no ser abordadas, acabarán pasando a la conciencia en forma de actos justificados, intencionales y finalmente crimiáticos.
Comprender el subconsciente como zona de riesgo permite intervenir antes de que la voluntad se incline por la desobediencia consciente, abriendo posibilidades de prevención afectiva, educativa y terapéutica.
Conciencia: núcleo del juicio ético
La conciencia es el nivel central y decisivo en el modelo criminológico de los estados psíquicos. A diferencia del subconsciente, donde operan impulsos todavía no racionalizados, en la conciencia el sujeto se enfrenta directamente al juicio moral. Es en este espacio donde la voluntad se pone en diálogo con el bien, y donde se toma la decisión última de obedecer o transgredir.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, la conciencia representa el umbral entre la inclinación y la acción. Es el espacio donde la Voluntas Tiesocialis actúa como principio regulador, alineando (o intentando alinear) los factores psicobiológicos, socioeconómicos y ético-jurídicos con el deber interiormente reconocido.
Aquí no hay automatismos ni solo emociones: hay deliberación. El sujeto sabe que algo está bien o mal, y elige. Es en este momento donde se produce, o bien la fidelidad al orden interior, o bien la ruptura que da origen a la Crimia. Por eso, la conciencia es el verdadero núcleo del juicio crimiático, y el lugar donde debe centrarse toda acción preventiva que busque fortalecer la responsabilidad personal.
Es también en este nivel donde se configuran los valores, se interioriza la norma y se forma la capacidad de autogobierno. El debilitamiento progresivo de la conciencia —por desuso, por justificación o por habituación al error— es una de las causas más profundas del deterioro ético y del avance hacia patrones antisociales persistentes.
La conciencia, por tanto, no es solo un espacio de decisión, sino también de resistencia: resistencia al impulso, al autoengaño, a la presión externa y a la transgresión normalizada. Allí donde la conciencia está despierta y fortalecida, la Crimia encuentra un muro interior que le impide avanzar. Allí donde está dormida o negada, la ruptura se convierte en costumbre.
Consciencia: acción deliberada, base de la medición criminológica
La consciencia es el nivel operativo y ejecutor del proceso psíquico que desemboca en la acción. Mientras que la conciencia es el espacio del juicio ético, la consciencia representa el momento en que la decisión tomada se transforma en comportamiento observable. Es el punto donde el pensamiento se traduce en palabra, obra u omisión, y por tanto, donde la Crimia se exterioriza.
Este nivel reviste especial importancia para la Criminología de la Conducta Antisocial porque constituye el campo empírico de análisis. La consciencia es donde el sujeto actúa sabiendo lo que hace, y esa acción deliberada puede ser evaluada desde el punto de vista axiológico, jurídico y biosocial.
Es aquí donde surge la Crimialia, entendida como el conjunto de actos crimiáticos no tipificados penalmente, pero que ya expresan una ruptura consciente con el orden normativo. Cuando esa ruptura afecta normas legales tipificadas, el mismo acto pasa a formar parte del campo de la Criminalia.
Desde el punto de vista metodológico, la consciencia es el nivel donde se aplican las herramientas de medición crimiática, como el IPC, el IPC-R y el Índice VTS. La acción observable permite evaluar la intencionalidad, la justificación, el contexto y la reiteración, lo que convierte este nivel en clave para la prevención y la intervención estructural.
Síntesis del modelo
A modo de resumen, el siguiente cuadro presenta los cuatro niveles de conciencia identificados en el modelo criminológico propuesto, junto con sus contenidos característicos y su valor en el análisis de la conducta antisocial:
Nivel | Contenido | Valor Criminológico |
Inconsciente | Automatismos, reflejos, pulsiones no racionalizadas | No analizable éticamente; sin intencionalidad ni juicio |
Subconsciente | Impulsos, deseos, tendencias, emociones no deliberadas | Zona de riesgo; posible origen de predisposición crimiática |
Conciencia | Juicio moral, deliberación, decisión entre bien y mal | Núcleo del juicio crimiático; donde nace la Crimia |
Consciencia | Ejecución voluntaria del acto (palabra, acción u omisión) | Campo observable; base para medir Crimialia o Criminalia |
Este modelo permite estructurar la observación y el análisis criminológico desde la génesis interior de la ruptura hasta su manifestación empírica. Su utilidad se refleja en la posibilidad de intervenir no solo en el plano reactivo, sino en fases tempranas del proceso crimiático, donde aún es posible reconducir la conducta y restaurar el equilibrio de la Voluntas Tiesocialis.
Relación con la Crimia, la ACrimia y el desequilibrio ético
El modelo de niveles de conciencia no es una estructura aislada, sino una herramienta que permite ubicar y comprender el origen, desarrollo y manifestación de la Crimia dentro del proceso mental y moral del sujeto. Esta comprensión requiere distinguir con claridad los estados posibles de la conducta en función de su vinculación o desvinculación con el orden normativo: la ACrimia y la Crimia.
La ACrimia es el estado de equilibrio ético: la conducta del sujeto no manifiesta ruptura con la ley natural, moral o social. Puede haber lucha interior, tentación o conflicto, pero la decisión final es coherente con el bien reconocido. En este estado, la conciencia cumple su función y la voluntad actúa en conformidad con ella.
La Crimia, en cambio, surge cuando el sujeto, reconociendo el bien, decide voluntariamente no seguirlo. Esa decisión se gesta en la conciencia, pero se expresa finalmente en la consciencia como acto deliberado. Esta es la génesis de la conducta antisocial, incluso si no se traduce aún en delito. El paso de la Crimia a la Crimialia (y eventualmente a la Criminalia) marca la progresión desde la ruptura ética interna hasta la manifestación social y legalmente sancionable.
En este tránsito se produce un desequilibrio ético, que es fundamental medir y comprender. Este desequilibrio no ocurre de forma súbita, sino progresiva, y puede observarse en la transición de los niveles de conciencia: del subconsciente que impulsa, a la conciencia que juzga, y finalmente a la consciencia que actúa.
Cuanto más habitual es la ruptura con el juicio ético interno, más grave es el deterioro. La Voluntas Tiesocialis se debilita, y el sujeto tiende a justificar la transgresión, normalizarla o incluso valorarla como expresión de autenticidad. En este punto, el desequilibrio no solo es psicológico o social, sino profundamente axiológico.
Por tanto, Crimia y ACrimia no son solo estados de conducta, sino expresiones del nivel de integración o desconexión del sujeto respecto a su conciencia moral. Esta comprensión es clave para orientar estrategias de prevención, intervención educativa y medición crimiática en fases tempranas, antes de que la ruptura se consolide como patrón destructivo.
Factores psicológicos, sociales y ético-jurídicos
La desobediencia crimiática no surge en el vacío. Aunque su núcleo es siempre una decisión personal consciente, esa decisión no es indiferente al contexto ni a los condicionantes estructurales que influyen sobre el sujeto. Por ello, la Criminología de la Conducta Antisocial contempla tres grandes dimensiones causales: psicológica, social y ético-jurídica, integradas dentro del paradigma de la Crimebiosis.
Factores psicológicos (psicobiológicos)
En esta dimensión se agrupan aquellos elementos que influyen desde la interioridad del sujeto: temperamento, impulsividad, frustración crónica, narcisismo, baja tolerancia a la demora o necesidad de autoafirmación. Estos factores no determinan por sí solos la conducta, pero aumentan la vulnerabilidad ante situaciones que exigen elección moral. La desobediencia puede ser una forma de escape, una reacción a la herida narcisista o una expresión de ira contenida.
Asimismo, las condiciones psicobiológicas —como ciertas alteraciones neuroquímicas, rasgos de personalidad o déficits de autorregulación— pueden afectar la claridad del juicio moral, debilitando el control de impulsos o amplificando el deseo de transgredir como vía de compensación emocional.
Factores sociales (socioeconómicos y culturales)
El entorno social y cultural constituye una plataforma de influencia constante sobre la toma de decisiones. Ambientes de relativismo moral, impunidad sistemática, falta de límites claros o modelos sociales que glorifican la transgresión pueden desincentivar la obediencia y recompensar indirectamente la ruptura con la norma.
Asimismo, factores estructurales como la precariedad, la exclusión, la violencia ambiental o la carencia de vínculos afectivos estables aumentan la probabilidad de desobediencia como reacción defensiva, búsqueda de identidad o forma de supervivencia.
El sujeto puede no buscar conscientemente el mal, pero puede llegar a considerarlo un camino legítimo ante la ausencia de alternativas visibles o la normalización de la transgresión en su entorno inmediato.
Factores ético-jurídicos
Esta categoría recoge las crisis del valor normativo, ya sea por debilitamiento de la autoridad legítima, por excesiva permisividad o por la pérdida de referencia moral interna. El sujeto desobedece no porque no conozca la norma, sino porque la percibe como irrelevante, contradictoria o débil.
Cuando la autoridad es injusta o incoherente, o cuando la norma es relativizada constantemente, se erosiona la confianza del individuo en el sentido del orden. A esto se suma el subjetivismo moral, que lleva al individuo a construir su propio código ético desligado del bien común, lo que facilita la ruptura crimiática.
Estos tres factores no actúan de forma aislada. Se entrelazan y se amplifican entre sí, generando un contexto que puede facilitar la desobediencia inicial si no existe una conciencia formada, una voluntad fortalecida y una vinculación activa con la norma. La Criminología de la Conducta Antisocial no busca reducir al sujeto a estos condicionantes, sino comprenderlos para intervenir con eficacia antes de que la Crimia progrese hacia la criminalidad.
Papel de la conciencia: saber que está mal… y hacerlo igual
El elemento que convierte un impulso en Crimia no es la fuerza del deseo, ni la presión del entorno, ni siquiera la debilidad de la autoridad. Es la decisión consciente de hacer aquello que se sabe que está mal. Esa elección es el acto fundacional de la ruptura ética, y por eso, la conciencia no solo es el filtro del bien y del mal, sino el escenario donde se define la dirección moral del sujeto.
A diferencia del subconsciente, donde los deseos se agitan sin control moral, en la conciencia el sujeto sabe. Sabe qué norma está transgrediendo, por qué lo hace, qué consecuencias puede tener, y sin embargo, decide hacerlo igual. Esta decisión implica una forma de afirmación del yo por encima del orden, y en ella radica el verdadero peligro: el riesgo no está en ignorar la ley, sino en conocerla y rechazarla voluntariamente.
Este gesto, aunque pueda parecer pequeño o puntual, inaugura una lógica de disociación interior. La conciencia, si no reacciona con culpa o corrección, comienza a ceder. Se relativiza el juicio, se normaliza la ruptura, se justifica la desobediencia. Y así, cada nueva elección en contra del bien debilita más el vínculo con la norma y fortalece un patrón de desvinculación que puede derivar en estructuras persistentes de conducta antisocial.
La conciencia, entonces, es el lugar más delicado de todo el proceso crimiático. Si se educa, se fortalece y se cultiva, puede resistir la presión del deseo o del entorno. Pero si se descuida, se adormece o se manipula, termina legitimando la desobediencia, y con ello, permite que la Crimia avance hacia formas más graves y destructivas.
Comprender este punto es esencial para cualquier estrategia de prevención: el crimen no comienza en la acción, sino en la conciencia que deja de obedecer lo que sabe que es justo.
La esclavitud de la transgresión
Repetición del acto antisocial
Uno de los efectos más significativos de la Crimia cuando no es corregida es su tendencia a repetirse. La primera desobediencia, al principio marcada por tensión o culpa, se convierte progresivamente en una conducta más fácil de justificar y de ejecutar. Así, lo que comienza como una excepción se transforma en hábito, y el hábito, en patrón de vida.
Esta repetición no es simplemente mecánica: responde a un proceso de adaptación interna. Cada vez que el sujeto rompe una norma que reconoce como válida y no rectifica, se reduce su sensibilidad ética. La conciencia pierde fuerza, se produce una especie de «anestesia moral», y el acto antisocial se vuelve psicológica y emocionalmente más aceptable.
Este fenómeno revela la dimensión esclavizante de la transgresión consciente. Lo que se presentó como un gesto de libertad —“yo decido por mí mismo”— se convierte en una pérdida progresiva de libertad interior. El sujeto ya no actúa por convicción del bien, sino por impulso, costumbre o autodefensa. Se encierra en una lógica de ruptura donde el retorno a la obediencia se vuelve más difícil.
Además, la repetición construye una identidad: el yo empieza a verse a sí mismo como alguien que no necesita normas, o que está por encima de ellas. Esto refuerza un círculo vicioso en el que cada nuevo acto confirma y consolida la ruptura anterior. Así, la Crimia deja de ser un acto aislado y se transforma en una estructura interna, una forma de relacionarse con el mundo, consigo mismo y con el otro.
La prevención criminológica debe tener esto en cuenta: la Crimia es más peligrosa cuando se vuelve silenciosa, constante y justificada. No es solo el acto lo que importa, sino la reiteración del mismo, que revela que el sujeto ya no percibe el desorden como tal. Es en ese punto donde la intervención no puede limitarse al castigo, sino que debe apuntar a restaurar la conciencia y desmontar la normalización de la transgresión.
Endurecimiento de la conciencia
La conciencia humana está diseñada para ser sensible al bien y al mal, para reaccionar ante la injusticia y corregir el error. Sin embargo, esa sensibilidad puede atrofiarse si el sujeto persiste en la transgresión sin arrepentimiento ni corrección. A este fenómeno lo denominamos endurecimiento de la conciencia: una forma de pérdida progresiva de la sensibilidad moral, donde el juicio ético se apaga o se reconfigura a conveniencia.
El endurecimiento no ocurre de un día para otro. Es el resultado de la exposición repetida al acto crimiático, que primero genera incomodidad, luego indiferencia, y finalmente aprobación interior. Lo que en un principio fue vivido como una ruptura, más adelante se asume como algo normal o incluso justificable. El sujeto no deja de saber que está mal, pero deja de sentirlo como tal, y ahí comienza el verdadero riesgo.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, este proceso es crucial. Porque cuando la conciencia se endurece, el individuo ya no lucha contra el impulso, ni duda, ni delibera. Actúa directamente desde la consciencia ejecutiva, sin que medie un verdadero juicio ético. Y esto acentúa el desequilibrio de la Voluntas Tiesocialis, haciendo más probable la consolidación de estructuras antisociales duraderas.
Además, una conciencia endurecida suele ir acompañada de mecanismos de justificación, autoengaño o desplazamiento de la culpa. El sujeto se narra a sí mismo su transgresión como necesidad, defensa o respuesta a una injusticia. De este modo, no solo deja de corregirse, sino que empieza a construirse una lógica interna que legitima su conducta y la proyecta hacia el exterior.
Prevenir el endurecimiento de la conciencia implica actuar en las fases más tempranas de la Crimia. Implica también educar la interioridad, desarrollar herramientas de autoconocimiento y cultivar la disposición a reconocer el error y corregirlo. Una conciencia que no se revisa, que no se examina ni se reorienta, corre el riesgo de volverse ciega… y peligrosa.
El «YO» atrapado en el impulso y la justificación
Cuando la desobediencia se repite y la conciencia se endurece, el yo queda atrapado entre dos fuerzas que lo deforman: el impulso, por un lado, y la justificación racional o emocional, por otro. Lo que comenzó como una decisión puntual, acaba configurando un modo de ser donde el sujeto ya no actúa por convicción del bien, sino por la fuerza de sus deseos y la necesidad de validarlos ante sí mismo.
El impulso domina cuando el sujeto deja de filtrar sus actos por la conciencia. Actúa movido por emociones primarias —ira, envidia, deseo, frustración— que han ocupado el lugar de la deliberación. Ya no hay espera, ni contención, ni reflexión: solo una respuesta inmediata a estímulos o necesidades, sin atención al valor ético del acto.
Por su parte, la justificación opera como mecanismo de autodefensa del yo. Al no querer reconocerse como transgresor, el sujeto construye narrativas que le permiten negar la gravedad de lo que hace o incluso redefinirlo como justo, necesario o inevitable. Estas justificaciones pueden ser individuales (“yo no tenía otra opción”) o estructurales (“todos lo hacen”, “la sociedad me empujó”).
El resultado es un yo dividido y cerrado, incapaz de corregirse, porque ya no se siente en falta. El impulso manda y la razón lo excusa. El sujeto actúa sin control ético y al mismo tiempo se convence de que está en lo correcto, atrapado en un bucle que solo se rompe mediante una intervención externa o un quiebre interno profundo.
Desde la perspectiva de la Criminología de la Conducta Antisocial, este estado de atrapamiento es uno de los más difíciles de revertir. Aquí ya no basta con sancionar la conducta: es necesario restaurar el vínculo con la verdad interior, abrir grietas en el muro del autoengaño, y volver a activar la conciencia ética.
Por eso, la prevención debe enfocarse en fases anteriores, cuando el yo aún no ha desarrollado esta doble trampa. Una criminología verdaderamente preventiva no espera a que el sujeto quede atrapado entre el impulso y la justificación, sino que actúa antes: educando, advirtiendo, despertando la conciencia antes de que se endurezca, y fortaleciendo la Voluntas Tiesocialis como escudo frente a esta deriva.
Implicaciones para la prevención criminológica
Intervención en la fase de Crimia
Uno de los aportes más significativos de la Criminología de la Conducta Antisocial es el desplazamiento del foco de análisis y actuación: no esperar a que el delito se consume, sino intervenir desde el momento en que la conciencia del sujeto rompe voluntariamente con la norma reconocida como válida. Ese momento —la Crimia— es anterior al delito, pero ya contiene en potencia su lógica, su dirección y su riesgo.
Intervenir en la fase de Crimia implica actuar antes de que la conducta antisocial se consolide o se manifieste de forma visible. Requiere identificar los signos tempranos de desvinculación con la Voluntas Tiesocialis: actitudes persistentes de relativismo ético, normalización de la desobediencia, justificación constante de la transgresión, debilitamiento de la conciencia crítica.
Este enfoque rompe con el paradigma clásico reactivo, que se limita a intervenir cuando ya hay daño, víctima o delito. La prevención estructural que propone este modelo se apoya en tres ejes fundamentales:
- Detección temprana de la Crimia, a través del análisis del discurso, la actitud, el entorno y la evolución moral del sujeto.
- Educación afectiva y ética, fortaleciendo la capacidad de juicio, empatía y autorregulación.
- Medición criminológica, utilizando herramientas como el IPC, el IPC-R o el Índice VTS para valorar el nivel de riesgo y tomar decisiones orientadas a reconducir la conducta antes de que derive en criminalidad.
Actuar en la Crimia es apostar por una criminología anticipativa, que no persigue culpables, sino que acompaña conciencias antes de que se deformen. Es reconocer que el crimen no comienza con el acto, sino con la ruptura interior que lo hace posible. Y por eso, cuanto antes se detecte esa ruptura, mayor será la eficacia de cualquier intervención.
Educación de la conciencia moral
La prevención criminológica auténtica no se logra únicamente mediante normas, castigos o vigilancia. Su fundamento más sólido es la formación de una conciencia moral firme, clara y operativa. Solo cuando el sujeto es capaz de distinguir el bien del mal, y valora interiormente la obediencia como virtud, es posible evitar que la Crimia se active como ruptura.
La conciencia moral no nace plenamente formada. Es el resultado de un proceso progresivo de educación, acompañado de vínculos afectivos sanos, modelos éticos coherentes y un entorno que refuerce el valor de la norma justa. Donde este proceso falla —por abandono, contradicción, relativismo o impunidad—, se abre espacio para que la conciencia se fragmente, se adormezca o se desvíe.
Educar la conciencia moral implica:
- Desarrollar el juicio ético, no solo en términos teóricos, sino aplicados a situaciones concretas.
- Fortalecer la capacidad de autocrítica, para detectar y corregir las propias desviaciones antes de que se normalicen.
- Fomentar la empatía y el sentido de responsabilidad, para entender que la transgresión no solo afecta al yo, sino al vínculo con los otros y con el orden común.
- Cultivar hábitos de coherencia, donde pensar, decir y hacer estén alineados con el bien reconocido.
La conciencia moral, bien educada, actúa como barrera interior contra la Crimia. Filtra el deseo, ordena los impulsos y orienta la voluntad. Donde esta conciencia falta o se deforma, el sujeto queda a merced de sus pasiones o de las influencias del entorno. Pero donde se forma sólidamente, la obediencia no es sumisión, sino libertad bien ejercida.
En este sentido, la Criminología de la Conducta Antisocial debe colaborar activamente con la familia, la escuela, la comunidad y el Estado en la tarea de educar conciencias. No basta con estudiar el delito consumado; es necesario formar sujetos capaces de no cruzar la línea de ruptura, incluso cuando podrían hacerlo.
Reforzar la Voluntas Tiesocialis como protección contra la desobediencia
La Voluntas Tiesocialis es el principio que representa la disposición interior del sujeto a vincularse con el otro, con la norma y con el orden social justo. Es una voluntad ética de pertenencia, de respeto y de responsabilidad. Cuando esta voluntad está presente y activa, la Crimia encuentra resistencia interior. Pero cuando se debilita, la desobediencia se vuelve más probable, incluso inevitable.
Reforzar la Voluntas Tiesocialis no significa imponer obediencia ciega, sino cultivar una adhesión consciente, libre y firme al bien común. Significa que el sujeto no obedece por miedo ni por condicionamiento, sino por convicción: porque entiende que su libertad se realiza dentro de un marco que respeta al otro, al orden y a sí mismo.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, fortalecer esta voluntad implica trabajar en tres planos:
- A nivel personal: desarrollando la interioridad, el sentido del deber, el respeto por uno mismo y la capacidad de gobernar los propios deseos.
- A nivel relacional: promoviendo vínculos sólidos, entornos afectivos estables y comunidades donde la norma se viva como un bien compartido, no como imposición externa.
- A nivel estructural: generando marcos normativos, educativos y culturales que no solo sancionen el delito, sino que inspiren adhesión al orden ético y jurídico.
Además, esta voluntad puede y debe ser medida y monitoreada a través de herramientas como el Índice VTS, que evalúa el equilibrio entre los factores psicobiológico, socioeconómico y ético-jurídico, en su interacción con la intencionalidad (I) y la evaluación (E) de los actos. Así, la prevención no se basa solo en intuiciones, sino en diagnósticos técnicos que permiten actuar con precisión.
En resumen, la Voluntas Tiesocialis es el núcleo defensivo más profundo frente a la Crimia. No se trata de reprimir desde fuera, sino de reforzar desde dentro. Y esa tarea —ética, educativa y estructural— debe ser el eje de toda política criminológica que aspire a algo más que controlar el daño: evitar que llegue a producirse.
Conclusión
No hay libertad en la desobediencia
El discurso contemporáneo suele presentar la desobediencia como un acto de empoderamiento, como si romper con la norma fuera sinónimo de liberación. Pero desde la perspectiva de la Criminología de la Conducta Antisocial, esa visión es profundamente equivocada. No hay libertad en desobedecer lo que uno reconoce como justo. Hay, en cambio, una renuncia voluntaria al orden interior, una fractura en la conciencia que inicia un proceso de esclavitud moral y social.
La verdadera libertad no consiste en actuar sin límites, sino en elegir el bien sabiendo que se podría hacer el mal y no hacerlo. La desobediencia crimiática no es fruto de la autonomía, sino de la ruptura de la Voluntas Tiesocialis, del debilitamiento de la conciencia, del predominio del yo impulsivo sobre el yo ético. Y lo que sigue a esa ruptura no es una vida más plena, sino una cadena creciente de justificaciones, endurecimientos y repeticiones.
Comprender esto permite recuperar una idea profunda: la obediencia no es sumisión cuando se elige libremente desde una conciencia formada y fortalecida. Es, por el contrario, la expresión más alta de la libertad ética. Educar para la obediencia al bien, al otro y a uno mismo no significa reprimir, sino capacitar para una vida ordenada, justa y plena.
Por ello, la Criminología no puede limitarse a estudiar los efectos visibles del delito. Debe mirar hacia dentro, hacia la génesis invisible de la transgresión. Y allí encontrará que la verdadera prevención comienza en ese primer momento en que el sujeto decide, con plena conciencia, desobedecer. Ese es el instante de la Crimia. Ese es el punto de inflexión donde se decide si un acto será semilla de equilibrio o de destrucción.
La prevención comienza antes del delito
Si esperamos a que haya una víctima, una pena o una condena, ya hemos llegado tarde. La Criminología de la Conducta Antisocial afirma con claridad que la prevención real no empieza con la criminalidad, sino con la Crimia: ese instante íntimo, silencioso, pero decisivo, en el que el sujeto rompe voluntariamente con la norma reconocida como válida.
En ese momento ya ha comenzado el deterioro. El acto aún no se ha ejecutado, quizá ni siquiera se ha formulado en palabras, pero la voluntad ha dejado de alinearse con el bien. Desde ahí, todo puede desarrollarse: el impulso se activa, la conciencia se relativiza, la repetición se instala y la desobediencia se normaliza. Por eso, intervenir en ese punto es la única forma eficaz de evitar que el crimen llegue a producirse.
Este enfoque preventivo no se basa en el miedo ni en el castigo, sino en la educación ética, la observación anticipada y la medición estructural. Gracias a modelos como el de los niveles de conciencia y herramientas como el Índice de Predisposición Crimiática (IPC) o el Índice VTS (Voluntas Tiesocialis), es posible detectar las señales tempranas del riesgo y actuar antes de que sea irreversible.
La prevención estructural exige cambiar la lógica tradicional: no basta con castigar después, hay que intervenir antes. En la familia, en la escuela, en la comunidad, en la justicia. Donde haya conciencia, allí debe haber acompañamiento. Donde haya desvinculación, allí debe haber reconstrucción. Donde haya fractura moral, allí debe haber oportunidad de restauración.
Anticiparse no es controlar, es cuidar. Es reconocer que el crimen se gesta en la conciencia antes de que se materialice en el mundo, y que por tanto, la clave no está solo en vigilar la conducta, sino en formar la voluntad. Si logramos intervenir allí, en la Crimia, habremos dado el paso más importante hacia una sociedad más justa, más libre y más humana.
Comprender la Crimia es anticipar el crimen
En el corazón de toda conducta antisocial hay una ruptura silenciosa que precede al acto: la Crimia. Comprender esta realidad es cambiar el eje de la Criminología, dejar de estudiar solo los efectos visibles y empezar a observar las raíces invisibles del delito.
La Crimia no es aún criminalidad, pero la contiene en potencia. Es la semilla donde se fragua la desvinculación ética, el inicio de la fractura entre el sujeto y la norma. Allí donde otros ven simple rebeldía o inadaptación, la Criminología de la Conducta Antisocial ve una señal de alarma estructural.
Comprender la Crimia permite anticipar procesos criminógenos con mayor profundidad que cualquier análisis exclusivamente legal o sociológico. Significa leer el lenguaje interno del sujeto, medir sus grados de intencionalidad y valoración, detectar desequilibrios en su Voluntas Tiesocialis y actuar antes de que esa ruptura se traduzca en daño.
Esa es la clave: la prevención real no castiga el crimen, sino que lo disuelve antes de que nazca. Y solo puede hacerlo quien entiende que la Crimia no es un concepto filosófico o moral abstracto, sino una realidad criminológica tangible, observable, medible y transformable.
Por eso, comprender la Crimia no es solo un acto teórico, es un acto de anticipación, de intervención ética y de esperanza. Es mirar al sujeto no como amenaza futura, sino como alguien aún recuperable, aún a tiempo.
Bibliografía
Arendt, H. (2006). Responsabilidad y juicio. Madrid: Editorial Paidós.
Bauman, Z. (2005). Vida líquida. Barcelona: Editorial Paidós.
Beccaria, C. (2004). De los delitos y las penas. Madrid: Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1764)
Cortina, A. (2000). Ética sin moral. Madrid: Taurus.
Delval, J. (2002). Moral y desarrollo. Madrid: Alianza Editorial.
García-Pablos de Molina, A. (2008). Criminología: Una introducción a sus fundamentos teóricos. Valencia: Tirant lo Blanch.
Giner, S. (1998). Ética y sociedad. Barcelona: Ariel.
Lombroso, C. (2007). El hombre delincuente. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva. (Edición conmemorativa)
Nietzsche, F. (2003). La genealogía de la moral. Madrid: Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1887)
Rawls, J. (2002). Teoría de la justicia. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Rojas, E. (2007). El hombre light: Una vida sin valores. Barcelona: Editorial Planeta.
Sánchez de la Yncera, I. (2005). Teoría criminológica y política criminal. Madrid: Dykinson.
Tönnies, F. (2002). Comunidad y sociedad. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Criminología De La Conducta Antisocial, Crimia, VoluntasTiesocialis, Desobediencia, Prevención Criminológica, Conciencia Moral