
Como bien anticipa el título de estas páginas, Una puñalada anunciada, este acto de violencia no surgió de la nada, sino que germinó en un terreno mucho más complejo y oscuro. En las sombras de Cartagena, donde el sol suele pintar de dorado la historia milenaria, se escribió un nuevo capítulo teñido de sangre. Un joven de apenas dieciocho años encontró un final abrupto, silenciado por el frío acero que le atravesó el corazón. La detención del presunto agresor, un hombre de mediana edad, trajo consigo las primeras explicaciones, susurros de deudas y rencillas.
Contenidos
- 1 El crimen como clímax de una progresión
- 2 Diagnóstico Crimiático: ¿qué capas previas ignoramos?
- 3 Crimiodinámica superada: hacia la crimialítica
- 4 Fallos del entorno: ¿por qué nadie intervino?
- 5 Hipótesis crimiática derivada
- 6 Propuestas desde la CCA
- 7 Conclusión
El crimen como clímax de una progresión
El pasado 12 de mayo de 2025, en la ciudad de Cartagena, un joven de 18 años fue asesinado de una puñalada directa al corazón. El agresor, un hombre de 33 años, fue arrestado por la Policía Nacional poco después. Las informaciones preliminares apuntan a una deuda pendiente como posible detonante del crimen. Sin embargo, limitar la comprensión del hecho a ese desencadenante inmediato sería simplificar en exceso un fenómeno profundamente complejo.
Desde el marco interpretativo de la Criminología de la Conducta Antisocial (CCA), este acto no constituye una ruptura súbita del orden, sino más bien el clímax de una progresión, de un deterioro volitivo, simbólico y ético que no fue reconocido ni intervenido a tiempo.
La CCA no centra su atención exclusivamente en el acto penalmente tipificado, sino que desplaza el foco hacia las fases previas, allí donde nacen las pequeñas transgresiones no sancionadas, las justificaciones morales invertidas y los entornos que legitiman la violencia como mecanismo de resolución.
En esta perspectiva, el arma homicida no es el origen del crimen, sino su manifestación final. El crimen no comenzó con el cuchillo, sino con:
- La aceptación progresiva de la violencia como lenguaje válido.
- La falta de intervención institucional o comunitaria en conflictos anteriores.
- La normalización simbólica de la amenaza como forma de relación.
- La ausencia de detección volitiva, evaluada por índices como el IPC (Índice de Predisposición Crimiática), que podrían haber revelado una voluntad ya orientada hacia la agresión.
Este caso representa un fracaso no solo individual, sino colectivo. No es simplemente que alguien mató, sino que no supimos leer los signos que anunciaban que podía hacerlo. Como señala el paradigma de la Crimebiosis, el crimen no brota de la nada: se gesta, se cultiva y se desencadena cuando los vínculos sociales, éticos y normativos han sido ya debilitados.
Así, esta introducción no pretende iniciar con una crónica de sucesos, sino con una crónica de omisiones: las omisiones preventivas, diagnósticas y estructurales que hacen posible que lo previsible se vuelva inevitable.
Diagnóstico Crimiático: ¿qué capas previas ignoramos?
El acto homicida constituye el desenlace visible de una trayectoria antisocial que no comenzó con la agresión, sino con signos reiterados de desviación que no fueron adecuadamente diagnosticados ni abordados. En este caso concreto, el agresor contaba con antecedentes penales, lo que indica que la conducta antisocial ya había superado la fase crimia inicial y entrado en una fase crimialítica, caracterizada por la cronificación del patrón criminógeno.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, el crimen no se interpreta únicamente como resultado, sino como un punto dentro de una progresión estructural, donde los indicios de intencionalidad desviada y evaluación moral alterada ya habían sido expresados —posiblemente en otros episodios delictivos previos— y, sin embargo, no activaron mecanismos de intervención suficientes.
El diagnóstico crimiático, que articula la evaluación de la intencionalidad (I) y la evaluación moral interna (E) del sujeto, sigue siendo una herramienta clave, pero en este caso debió haberse aplicado mucho antes. Su omisión prolongada permitió que el sujeto dejara de percibir el daño como inaceptable y pasara a integrarlo como opción funcional o justificada, como se evidencia en su reincidencia y en la ejecución de una agresión letal.
Lo ignorado no fue solo la crimia incipiente, sino la consolidación de una trayectoria crimiática que desembocó, como era previsible, en un crimen efectivo.
Crimia y predisposición
En el caso de Cartagena, ya no se trata de preguntarse si existían indicios de predisposición antisocial, sino de reconocer que estos fueron visibles, documentados y persistentes: el agresor contaba con antecedentes penales.
Eso significa que la crimia —como fase de predisposición antisocial con potencial criminógeno— no solo estuvo presente, sino que evolucionó hacia una estructura estable de repetición del daño que no fue diagnosticada ni intervenida a tiempo.
Desde la crimiatría volitiva, el Índice de Predisposición Crimiática (IPC) habría podido desempeñar un papel clave, pero en este caso, su aplicación fue inexistente o insuficiente. Esta herramienta permite evaluar:
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I: Intencionalidad violenta no contenida
El sujeto no solo deseaba el daño: lo había ejecutado previamente. Ya no hablamos de impulsividad antisocial, sino de una voluntad dirigida, fortalecida por la repetición y la falta de consecuencias. -
E: Evaluación moral alterada (axiocrimia)
La violencia, para el agresor, no era un exceso accidental, sino un mecanismo justificado: probablemente interpretaba el daño como legítima defensa simbólica, ajuste de cuentas o forma de resolución funcional. -
Refuerzo contextual
El entorno —al no inhibir, denunciar ni contener su conducta— actuó como refuerzo criminógeno, confirmando que esa forma de actuar era viable.
En este punto, la estructura volitiva ya estaba desplazada de la norma prosocial, y lo que en otros casos podría ser una señal de alerta aquí se convirtió en confirmación de una crimialización avanzada.
La pregunta ya no es si alguien quiso ver los signos: es por qué nadie actuó frente a lo que ya era visible.
Crimiodinámica superada: hacia la crimialítica
La crimiodinámica —fase intermedia en la evolución criminógena— describe el deterioro progresivo de la voluntad social del sujeto, que deja de inhibirse ante la norma y comienza a actuar desde una lógica desviada. Sin embargo, en este caso, esa fase ya había sido superada.
El agresor no estaba en proceso de deterioro: su trayectoria ya estaba estructurada. La repetición del daño, su validación interna, y la ausencia de freno externo, nos colocan ante un perfil crimialítico: es decir, una conducta consolidada, reincidente y resistente al entorno normativo.
Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, la crimialítica es una fase en la que el sujeto:
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Ha estructurado una justificación estable para el uso de la violencia.
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Ha interiorizado el daño como estrategia habitual.
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Ha dejado atrás la reversibilidad ética sin intervención intensiva.
Además, en este caso específico, puede hablarse incluso de una crimialitosis:
Una fase patológica avanzada de la conducta antisocial, caracterizada por:
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Reincidencia sistemática.
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Anulación del freno simbólico y moral.
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Desensibilización frente a la víctima.
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Pérdida de empatía y de percepción del límite.
El crimen no fue un salto: fue una consecuencia estructurada.
El sujeto no descendió al crimen: habitaba ya en él.
Fallos del entorno: ¿por qué nadie intervino?
Toda conducta antisocial se forma, se refuerza y se desarrolla en un entorno. Cuando ese entorno falla en su función de inhibidor, orientador o reparador, se convierte en un agente silencioso pero eficaz de progresión criminógena.
Lo que no se sanciona, se repite. Y lo que se tolera, se propaga.
El crimen cometido en Cartagena no solo interpela al autor, sino también a la red relacional, institucional y comunitaria que, por acción insuficiente u omisión continuada, permitió que se llegara hasta ese desenlace a pesar de los antecedentes del agresor.
La trayectoria ya era visible: la pasividad del entorno la legitimó.
Umbral de tolerancia social elevado
Uno de los conceptos centrales dentro del paradigma de la Criminología de la Conducta Antisocial es el de Umbral de Tolerancia Social. Este umbral representa el nivel hasta el cual una comunidad permite, ignora o normaliza determinadas conductas antisociales sin intervenir.
En contextos como barrios marginados, entornos violentos o espacios de alta desigualdad, este umbral puede elevarse por múltiples razones:
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Naturalización del conflicto: la violencia deja de vivirse como ruptura y pasa a formar parte de la rutina social.
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Desconfianza institucional: cuando las instituciones son vistas como ineficaces o ausentes, surgen formas de «justicia propia», marcadas por el miedo, el castigo informal o la indiferencia.
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Cultura del silencio: nadie denuncia, nadie actúa. El aislamiento emocional y el miedo al señalamiento impiden la activación de respuestas colectivas.
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Pérdida del rechazo colectivo: la falta de reacciones sociales ante el daño convierte la permisividad en una forma tácita de complicidad.
En el caso concreto del crimen de Cartagena, no estamos ante un agresor desconocido ni imprevisible. Sabemos que tenía antecedentes penales, lo que obliga a revisar:
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¿Se percibía al agresor como alguien peligroso, pero inevitable?
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¿Era conocida su trayectoria de conflictos o amenazas?
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¿Existieron intervenciones sociales o institucionales que fracasaron o nunca llegaron a aplicarse?
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¿Había redes comunitarias o familiares que normalizaron su conducta?
Un umbral de tolerancia elevado no es neutral: es una condición criminógena.
Cuando las primeras señales no provocan reacción, cuando los entornos no inhiben, el mensaje que recibe el sujeto es claro:
“esto se puede hacer sin consecuencias.”
Desde la perspectiva de la CCA, intervenir en ese umbral no es solo una opción ética, sino una urgencia estructural.
Cada signo desatendido es una oportunidad perdida para evitar la consolidación del crimen.
Influencia ambiental
La Criminología de la Conducta Antisocial (CCA) parte del principio de que la conducta criminogénica no surge en el vacío. Se forma, se alimenta y se amplifica dentro de un entorno concreto, que actúa como catalizador o inhibidor de la transgresión. Este entorno no se reduce al espacio físico, sino que incluye factores simbólicos, relacionales y estructurales que configuran la percepción del sujeto sobre lo que está permitido, justificado o necesario.
Cuando hablamos de influencia ambiental, no nos referimos a una causalidad directa, sino a un conjunto de condiciones que favorecen el mantenimiento y la escalabilidad de conductas antisociales, incluso cuando ya están plenamente consolidadas, como en este caso.
El crimen de Cartagena no puede explicarse solo por un conflicto interpersonal. Debe leerse en el contexto de un entorno que, durante años, toleró, facilitó o simplemente no neutralizó la trayectoria antisocial del agresor. Su reincidencia penal, su deterioro volitivo y su desvinculación normativa progresiva se desarrollaron —y se sostuvieron— en un espacio ambiental permisivo.
Factores ambientales relevantes en este caso:
a) Contexto urbano degradado o fragmentado
Barrios con déficit estructural, ausencia de servicios y abandono institucional tienden a debilitar el control social informal.
La percepción de impunidad aumenta cuando el espacio público transmite desorden, desprotección y desconfianza.
b) Precariedad económica estructural
La pobreza persistente no solo limita recursos materiales: erosiona los marcos éticos compartidos. En contextos de carencia, las relaciones se rigen por jerarquías impuestas, estrategias de supervivencia y, en ocasiones, respuestas violentas interiorizadas como necesarias.
c) Marginalidad y exclusión
Quienes se perciben como excluidos del pacto social tienden a deslegitimar sus normas. Esta exclusión genera una lógica de enfrentamiento con el exterior, donde el daño se convierte en reparación subjetiva, defensa del respeto perdido o castigo ejemplarizante.
d) Percepción de impunidad
Si el entorno no castiga ni cuestiona, sino que toleró anteriormente la conducta antisocial del agresor, se refuerza una idea clave en la mente del sujeto:
“No va a pasar nada”.
Así, la violencia se convierte no solo en opción, sino en estrategia válida, funcional y sin costo.
La influencia ambiental como factor criminogénico
Desde la CCA, este entorno no es solo tóxico o disfuncional: es activamente criminogénico. Se trata de un ecosistema que no solo permite, sino que fomenta, reproduce y justifica el deterioro de la conducta.
En estos espacios:
- Las normas se relativizan.
- La moral se adapta al daño.
- El lenguaje se vuelve excluyente, defensivo, bélico.
- Y la violencia se naturaliza como medio de control o validación.
¿Qué se podría haber hecho?
- Detectar estos entornos mediante instrumentos sociométricos y análisis territorial.
- Aplicar el Índice VTS no solo a individuos, sino a comunidades de alto riesgo, como herramienta de alerta criminógena.
- Desplegar estrategias comunitarias de restauración del tejido ético, inclusión simbólica, y vigilancia preventiva no punitiva.
La influencia ambiental no es una excusa, pero sí un marco explicativo imprescindible.
Y todo crimen que ocurre en un entorno permisivo es también un fracaso colectivo estructural.
En este caso, la omisión fue cómplice: el entorno supo, y no corrigió.
Refuerzo negativo
Uno de los principios menos visibles pero más poderosos en la evolución de la conducta criminógena es el del refuerzo negativo. En términos conductuales, este principio describe cómo una conducta se fortalece no porque proporcione una recompensa directa, sino porque permite evitar algo desagradable o angustiante.
Aplicado al contexto criminológico, esto significa que el sujeto puede aprender que dañar, amenazar o usar la violencia le “libra” de un mal mayor: humillación, deuda, pérdida de estatus, exposición emocional, sensación de debilidad o conflicto interno. En ese marco, el daño no se experimenta como agresión, sino como estrategia de supervivencia emocional, reputacional o simbólica.
¿Cómo opera este principio en un agresor reincidente?
En el caso del crimen de Cartagena, esta pregunta se vuelve crucial. Sabemos que el agresor tenía antecedentes penales:
¿Aprendió que la violencia le protegía de la consecuencia emocional, social o personal?
El uso de la fuerza como medio evasivo no es solo una respuesta instintiva, sino una táctica interiorizada:
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Amenazar para evitar afrontar deudas o debilidades.
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Agredir para mantener el control.
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Usar la violencia para evitar conflictos internos o asumir límites personales.
Si esa conducta le evitó consecuencias en el pasado —porque el entorno no sancionó—, el aprendizaje delictivo se solidificó.
Ejemplo típico del refuerzo negativo:
Un individuo que, al enfrentarse a una situación incómoda (una deuda, un conflicto, una amenaza percibida), recurre a la violencia y logra escapar de una consecuencia indeseada.
El entorno no lo detiene —o incluso lo justifica— y el resultado es una trayectoria antisocial sostenida:
la violencia se convierte en refugio, escudo, respuesta y solución.
En la CCA, el refuerzo negativo:
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No excusa el crimen, pero explica su continuidad y su estabilización.
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Es un factor esencial en la consolidación de la voluntad criminógena.
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Refuerza la urgencia de intervención temprana, no solo ante el acto violento, sino ante el alivio que produce el daño.
¿Y si nunca hubo consecuencias?
Si el entorno —familiar, social, institucional— no frenó estas formas de evasión violenta y las dejó pasar, las entendió como inevitables o incluso las recompensó simbólicamente, el refuerzo negativo se convirtió en columna estructural de la conducta antisocial.
La impunidad no solo permite repetir: enseña que repetir es funcional.
Conclusión:
En este caso, como en muchos otros, tal vez no hubo una ganancia material directa por el crimen, pero sí una larga historia de refuerzos negativos no corregidos, que convirtieron la violencia en un refugio operativo, emocional y funcional.
Y un refugio repetido —cuando no es desactivado— se convierte en destino.
En ese destino estaba el agresor. Nadie lo interrumpió. Y alguien pagó el precio con su vida.
Hipótesis crimiática derivada
“Cuando una conducta antisocial no es detectada ni abordada a tiempo, y el entorno —en lugar de inhibirla— refuerza directa o indirectamente el uso de la violencia como estrategia funcional o legítima, la trayectoria criminógena tiende a escalar y consolidarse en una conducta delictiva efectiva. Esta es, entonces, percibida por el sujeto como válida, inevitable o incluso necesaria.”
Propuestas desde la CCA
El crimen de Cartagena no debe ser únicamente interpretado desde la consecuencia, sino asumido como un punto de inflexión estructural. Desde la Criminología de la Conducta Antisocial, sabemos que los actos de violencia grave no surgen de la nada: están precedidos por múltiples señales desatendidas, espacios sin intervención y aprendizajes desviados nunca cuestionados.
Evaluación crimiátrica temprana en contextos de riesgo
Es urgente establecer mecanismos de detección precoz que identifiquen sujetos o dinámicas en fase de crimia (gestación antisocial) o crimiodinámica (consolidación operativa de la agresión).
Las herramientas como el Índice de Predisposición Crimiática (IPC) y el Índice de Voluntas Tiesocialis (VTS) permiten:
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Detectar intencionalidades antisociales emergentes.
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Evaluar estructuras morales disociadas (axiocrimia).
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Medir el grado de desvinculación normativa del sujeto.
Este diagnóstico no es de naturaleza penal, sino preventiva, volitiva y clínica, y debe ser implementado en entornos escolares, comunitarios, vecinales y judiciales.
Protocolos comunitarios ante conflictos latentes
Muchas trayectorias criminógenas no comienzan con delitos, sino con conflictos no resueltos que se cronifican.
La CCA propone activar protocolos comunitarios de intervención temprana que incluyan:
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Mediadores sociales capacitados.
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Participación ciudadana organizada.
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Redes ético-afectivas para contención emocional.
El objetivo no es solo actuar cuando el conflicto estalla, sino anticiparlo y desactivarlo, transformando la cultura de reacción en una cultura de prevención ética.
Reforzamiento del control social legítimo
El control social no debe confundirse con castigo.
La CCA defiende un control social legítimo, basado en:
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Presencia coherente de adultos significativos.
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Rechazo activo y simbólico de la violencia cotidiana.
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Restauración de la autoridad moral sin punitivismo.
La desaprobación comunitaria —expresada en gestos, silencios, límites éticos— es más poderosa que cualquier sanción cuando es coherente y compartida.
Educación ética y no violenta desde la infancia
La violencia no se desactiva solo en el ámbito penal: se previene en el lenguaje, en los vínculos, en el juego y en las narrativas compartidas.
La CCA impulsa una educación volitiva y ética basada en:
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Resolución de conflictos sin dominio ni humillación.
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Reconocimiento del otro como sujeto moral.
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Entrenamiento en autocontrol, empatía y respeto.
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Desarme simbólico como primer paso hacia la convivencia.
Un sujeto que puede dañar pero ha aprendido a no querer hacerlo está éticamente blindado frente a la violencia.
Conclusión
La Criminología de la Conducta Antisocial no es una reacción tardía: es una forma de anticipación moral y estructural.
No llega cuando el crimen ya ha ocurrido: trabaja para leer los indicios previos que el derecho penal solo atiende cuando es demasiado tarde.
El asesinato ocurrido en Cartagena no debe ser un número más en las estadísticas. Es un síntoma profundo de una cadena de omisiones: institucionales, familiares, comunitarias y simbólicas.
Cada crimen de este tipo nos obliga a hacernos preguntas incómodas pero necesarias:
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¿Qué señales decidimos ignorar?
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¿Qué discursos normalizamos por rutina?
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¿Qué vínculos dejamos morir por desconfianza o burocracia?
La CCA no busca sustituir al derecho penal, sino anticiparlo, complementarlo y, cuando es posible, evitarlo.
Porque prevenir la violencia no es solo impedir que ocurra:
Es crear contextos donde la violencia ya no tenga sentido. Donde ni siquiera sea pensada como opción.